El eco de sus pasos resonaba sobre la calle desierta, un sonido que parecía multiplicarse en la noche silenciosa. Los faroles, como guardianes cansados, proyectaban luz amarillenta sobre el pavimento, y las sombras alargadas se estiraban y se encogían con cada paso. Avanzaba sin prisa, sin destino, como si el acto de moverse fuera suficiente para llenar el vacío. La soledad era su cómplice, un refugio.
La ciudad dormía, él estaba más despierto que nunca. En la quietud de la noche, la mente se libera. No hay voces que interrumpan los pensamientos. Aburrirse libera ideas; estas se entrelazan en un diálogo íntimo que solo la soledad puede permitir. A veces, ese diálogo resulta ligero, como una brisa que acaricia el rostro. Otras veces, se vuelve profundo, como un abismo que invita a explorar rincones propios que se desconocen.
Se detuvo bajo un farol y miró hacia arriba. La luz amarillenta se perdía en la oscuridad y se desvanecía en la bruma tenue de la madrugada. Cerró los ojos, respiró hondo y una bocanada de aire frío penetró en sus pulmones. Un momento claro, puro. Nadie alrededor. Pero la soledad no era ausencia, sino la presencia de uno mismo. Era entenderse sin condiciones, aburrirse sin tedio, comenzar a pensar sin distracciones.
Abrió la puerta de su pequeño departamento en el tercer piso de un edificio viejo. La habitación estaba oscura. Encendió la luz, se quitó el abrigo, sirvió un vaso de escocés barato. Luego, se sentó en el sillón junto a la ventana con un libro en las manos y disfrutó de la tranquilidad, como si el mundo entero se hubiera detenido. No necesitaba más que eso.
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