Recuerdos de los años de plomo, por Osvaldo Soriano.


La siguiente es una dolorosa y atormentada crónica de Osvaldo Soriano, escrita en 1986 para una revista alemana. Entre sus líneas se mezclan el arte y el horror, Astiz y Videla, Bayer y Cortazar; y se respira el aire denso de los oscuros años de la última dictadura militar.


RECUERDOS DE LOS AÑOS DE PLOMO
Por Osvaldo Soriano

La noche del 24 de diciembre de 1976, mientras en las calles sonaban las sirenas de los patrulleros, Pedro López y su mujer, Beatriz, terminaban de colgar los regalos para los chicos en el árbol de Navidad.

A las diez se sentaron a comer un pollo con papas. Beatriz había cortado mazapán y turrón de Gijona porque los chicos no querían esperar hasta medianoche. Estaban inquietos por la llegada de Papá Noel.

A las once, cuando estaban terminando de cenar, sonó el timbre. Pedro y Beatriz se sorprendieron porque no esperaban visitas. Juan, el mayor de los chicos, saltó de la silla y corrió a responder el portero eléctrico. “¿Quién es?”, preguntó. “Papá Noel”, le respondieron desde abajo. Y Juan les abrió con el portero eléctrico. Enseguida oyeron el ascensor y Beatriz respiró, de pronto, un aire de angustia. Cuando golpearon a la puerta Pedro fue a ver por la mirilla. En el corredor, bajo la luz difusa, estaba Papá Noel. Tenía, como todos los que se ven por la calle, una barba postiza y el gorro de piel. Sonreía. En una mano llevaba un bolso, en la otra, una ametralladora liviana.
A través de la puerta Pedro preguntó a quién buscaban. “A vos” le contestaron, y la puerta saltó en pedazos. En un instante la casa se llenó de Papás Noel. Algunos tenían bigote falso y otros se habían pintado los suyos de blanco. Todos llevaban botas militares y transpiraban. El que Pedro había visto a través de la mirilla lo golpeó con el caño del arma; otro torció los brazos de Beatriz y se los ató a la espalda. Los chicos, que habían empezado a llorar, fueron empujados a la habitación y obligados a tirarse en la cama. En quince minutos revisaron todo el departamento y guardaron en las bolsas el poco dinero que encontraron, los relojes, las chucherías de familia y los cubiertos de plata. Casi no hablaban. A Pedro se lo llevaron entre tres, apretado en el ascensor. Los otros se quedaron para acarrear el televisor, el estéreo y todo lo que tuviera algún valor. Los chicos quedaron solos, encerrados en la habitación.
Casi destrozado por los golpes, Pedro fue a parar al baúl del Ford Falcon. A Beatriz le habían cerrado la boca con estopa y la llevaron en el asiento trasero hasta las afueras de Buenos Aires, donde la tiraron a la vera de una ruta oscura y desolada. Diez años más tarde, Pedro López sigue desaparecido.

En esos días yo estaba viviendo en Bruselas, donde unos amigos me habían dado hospitalidad. Había salido de la Argentina en junio de 1976, dos meses después del golpe, con el pretexto de cubrir, como periodista, la pelea entre Carlos Monzón y Jean Claude Boutier, en Mónaco. Pocos días antes, el ejército había secuestrado a Haroldo Conti, uno de los mejores escritores argentinos, al que asesinó de a poco. De todos modos, yo creía que iba a quedarme fuera del país sólo por cinco o seis meses, “hasta que lo peor haya pasado”.
En enero, desconcertado por un frío de diez grados bajo cero y el año nuevo bajo la nieve, escuché el relato sobre la suerte de Pedro López en un debarras donde sólo cabían un colchón en el suelo y una silla para poner la ropa y dejar algunos libros. El amigo que acaba de llegar de Buenos Aires me contó esa y otras historias de aquel desdichado tiempo.
Costaba creerlo. Visto a la distancia —y con la cercanía de la amistad o el afecto por las víctimas—, había algo de irreal en esos relatos que daban horrorosa sustancia a los escuetos cables que leíamos en Le Monde. ¿Era posible tanta saña, tanta impiedad? Sin embargo, ya lo había dicho el general Jorge Rafael Videla en diciembre de 1975, antes de tomar el poder: “Si es necesario correrán ríos de sangre”.
“No podés volver”, me dijo el recién llegado. “Esto va para largo”, me había dicho Osvaldo Bayer, que estaba refugiado en Essen, Alemania Federal. “El médico me prohibió subir la escalera, de modo que tengo que dejar esta casa”, me escribía desde Buenos Aires Roberto Cossa, que había ido a despedirme al aeropuerto cuando dejé el país. Estaba harto de recibir amenazas anónimas y no se decidía a irse a España porque estaba escribiendo una pieza que necesitaba nutrirse del clima terrible de Buenos Aires. Tenía que mudarse —y eso se intuía entre líneas—, porque lo estaban cercando. Varios de nuestros amigos ya habían “caído” y él era de los que se oponían al golpe de Estado y había intentado una revista de oposición.
¿Qué hacer desde el extranjero, en esa ciudad gris y parca que es Bruselas? Denunciar el horror. Incorporarse a lo que la junta militar llamaba “la campaña antiargentina”. Es decir, visitar las redacciones de diarios y revistas para pedir que no olvidaran el drama argentino. Trabajar con Amnesty International. Publicar un periódico de esclarecimiento en Europa.
Junto a Julio Cortázar, Hipólito Solari Yrigoyen, Rodolfo Mattarollo, Carlos Gabetta, Gino Lofredo y Martínez Zemborain, sacamos en París Sin Censura, un mensuario de debate y denuncia. Otros, en Madrid, México y Estocolmo, abrieron publicaciones con el apoyo de partidos progresistas, fundaciones para la paz e iglesias protestantes.
Curiosamente no podíamos contar con los comunistas: la Unión Soviética y sus aliados daban un apoyo “crítico” a la junta para impedir —decían— que avancen sobre el gobierno “los elementos más fascistas de las fuerzas armadas”. Radio Moscú combatía las dictaduras de Uruguay, Paraguay, Chile y Brasil, pero consideraba a los jerarcas argentinos “autoridades militares”. Como reconocimiento, la junta multiplicó sus envíos de granos a la URSS durante el embargo cerealero dictado por los Estados Unidos en respuesta a la invasión de Afganistán.
En 1977 nos llegó la noticia de que un grupo de madres de desaparecidos había empezado a reunirse todos los jueves frente a la casa de gobierno, en Buenos Aires. La organizadora, Azucena Villaflor, fue secuestrada y asesinada junto a dos monjas francesas. Un joven teniente de la marina, Alfredo Astiz, se había infiltrado en el grupo de apoyo y las entregó con la misma cobardía con la que unos años más tarde —durante la guerra de las Malvinas— entregaría las Islas Georgias del Sur a las tropas inglesas sin disparar un solo tiro.
Astiz, que luego sería apodado “el ángel de la muerte” y ascendido por el gobierno constitucional de Alfonsín, fue comisionado en 1978 para viajar a París y contrarrestar la “campaña antiargentina” que los exiliados habían organizado —según la dictadura—, con el apoyo de las “democracias decadentes de Europa”.

Después de la euforia del campeonato mundial de fútbol, miles de turistas argentinos fueron a Europa a gastar los dólares baratos que obtenían en negocios de importación, o de vaciamiento de empresas nacionales proclamadas “obsoletas”.
Recuerdo que se paseaban por las calles de París con el desdén de los triunfadores. Se los escuchaba gritar en los restaurantes y en las tiendas, negar con firmeza que en la Argentina ocurriera algo anormal. Acusaban a los exiliados de enriquecerse traicionando a la patria.
La noche de año nuevo de 1979, mi mujer y yo nos habíamos refugiado de la nieve en un bar de Montmartre. Ella es francesa, pero debemos haber hablado un momento en castellano, porque un joven atildado y peinado a la brillantina se acercó a nuestra mesa y nos anunció, orgulloso, que también él era argentino. Debe habernos tomado por turistas o por imbéciles, porque inmediatamente empezó a elogiar la política económica de la dictadura y su titánica lucha contra el terrorismo apátrida.
Le pregunté si conocía la carta enviada por el periodista Rodolfo Walsh a la junta militar y al presidente Carter antes de ser secuestrado para siempre.
Me miró y me preguntó si yo era “exiliado”, es decir, subversivo. Le dije que sí, que porque existía gente como él yo estaba allí, lamentando el asesinato de tantos amigos y el saqueo de la patria. Casi llegamos a las manos.
Catherine y yo nos fuimos caminando en silencio bajo la nieve. Yo tenía vergüenza de haber nacido en el mismo lugar que ese hombre. Supongo que a él le ocurría algo parecido.

En esos días, en pleno centro de Buenos Aires, un coche se detuvo frente al Obelisco. Tres hombres bajaron a un joven, lo apoyaron sobre la pirámide y lo fusilaron delante de la gente que siguió su camino como si oyera el monótono ruido de un relámpago. Me contaron la historia en Barcelona y casi no la creí. Años más tarde, en el juicio a las juntas militares, alguien recordó haber visto la ejecución. Nadie sabía, en cambio, que existieran campos de confinamiento y tortura en la Escuela de Mecánica de la Armada, a dos pasos del estadio de River Plate, donde se había jugado el Mundial de Fútbol de 1978. En esas celdas clandestinas, ninguno de ellos tuvo un tribunal que lo juzgara. La tortura y la muerte fueron apañadas por la jerarquía de la Iglesia católica y por los grandes medios de difusión.

El caso de Jacobo Timerman, editor del diario La Opinión, donde yo trabajé tres años, fue una excepción. Al principio, en 1976, Timerman apoyó el golpe de Estado, pero se opuso a la matanza y publicó en su diario los pedidos de habeas corpus en favor de personas desaparecidas. A su turno Timerman fue encarcelado y torturado por el general Ramón Camps. Como Timerman es judío, los militares se ensañaron particularmente con él y lo interrogaron siempre delante de un retrato de Adolf Hitler.
La presión internacional, en especial desde Estados Unidos, le salvó la vida y Jorge Rafael Videla lo deportó después de quitarle la nacionalidad argentina.
A veces, por las noches, con Julio Cortázar, caminábamos por las calles desiertas de París y nos preguntábamos qué hacer. Osvaldo Bayer, desde Alemania, nos urgía a suscribir un llamado para que por lo menos cien intelectuales y científicos argentinos nos embarcáramos en un avión rumbo a Buenos Aires, acompañados de periodistas y personalidades europeas. Se trataba, según él, de golpear a la dictadura con un escándalo internacional y, sobre todo, de ser coherentes y llevar hasta las últimas consecuencias nuestra lucha contra el fascismo.
Cortázar se negó en una reunión tumultuosa que tuvimos en mi departamento de la rue de Meaux. Sostenía que el gesto sería inútil y humillante para él. Recuerdo la decepción de Bayer, su desesperación de anarquista orgulloso. Todavía hoy nos preguntamos qué habría ocurrido si aterrizábamos en Buenos Aires rodeados de fotógrafos, políticos, filósofos y sacerdotes.
Algunos conocidos cambiaban de vereda cuando los cruzábamos en las calles de París o de Roma. Esta imagen no se me borrará jamás: en el boulevard Saint Michel me topé una tarde con un periodista que había trabajado conmigo en Buenos Aires y antes de que le tendiera la mano huyó despavorido, como si viera venir a un leproso con la campanilla al cuello.

Cuando el general Leopoldo Galtieri decidió recuperar las Malvinas, los militares jugaron a todo o nada un régimen que estaba cayéndose a pedazos por el fracaso del plan económico de libre competencia y por la presión de los trabajadores, que habían desbordado a la burocracia sindical y salían a manifestar su descontento por las calles.
Pocos días antes de la reconquista de las Malvinas, la policía tuvo que disparar contra una manifestación obrera y hubo un muerto y varios heridos. Las Madres de Plaza de Mayo ya habían conmovido al mundo y Adolfo Pérez Esquivel, que conoció la cárcel militar, era Premio Nobel de la Paz.
Durante la guerra, los exiliados nos debatíamos en una espantosa encrucijada: teníamos que explicar en el extranjero, y ante los aliados de Gran Bretaña, que las Malvinas eran argentinas y, a la vez, que el gobierno que acababa de recuperarlas era ilegítimo y criminal. No podíamos apoyar el bombardeo inglés sobre nuestro territorio, ni tampoco convalidar el gesto de la dictadura que, sabíamos, era demagógico y estaba destinado a perpetuar al régimen en el poder.
Terrible disyuntiva que dividió a los exiliados en todo el mundo. Los nacionalistas, incluso algunos intelectuales que se decían de izquierda, aplaudieron o aprobaron a los militares. El filósofo León Rozitchner, desde Venezuela, sostuvo la tesis de la ilegitimidad absoluta; según él no se podía reprobar los treinta mil crímenes de la represión y convalidar la recuperación de las islas por los mismos verdugos. Yo estaba cerca de la tesis de Rozitchner, que luego se convirtió en un libro ejemplar: Malvinas: de la guerra “sucia” a la guerra “limpia”. Otra vez fuimos acusados de traición a la patria, amenazados y calumniados.
Cuando el teniente Astiz rindió las Georgias del Sur y el general Mario Menéndez entregó Puerto Argentino, la dictadura estaba resquebrajada, exhausta, y confió al general Reynaldo Bignone la misión de negociar un retorno sin traumas a la legalidad constitucional. Nunca sabremos qué se concertó entre políticos y militares para llegar a las elecciones de octubre de 1983, aunque no es difícil adivinarlo ahora, cuando los ex comandantes de las juntas están presos pero la mayoría de los represores siguen en libertad.

En abril de 1983, cuando mis novelas pudieron publicarse, regresé al país después de casi ocho años.
Fue el momento más conmovedor de mi vida. Llegué con Catherine y con el Negro Vení, el gato que me había acompañado en todos esos años de soledad y de impaciencia. Buenos Aires había sufrido mucho y se le notaba en cada esquina, en las caras apagadas de la gente. Una nube de horror y de culpa le había ensuciado el alma.

Los argentinos vamos a tardar mucho en ser felices. La hipoteca moral y económica que nos dejaron es demasiado siniestra. Las heridas están abiertas y hay demasiada gente que no puede sostener la mirada persistente de los miles de hombres y mujeres que ya no están con nosotros, que ni siquiera tienen un lugar de reposo en el camposanto. Aún las Madres de Plaza de Mayo siguen su ronda de espera dolorida. Todavía los jóvenes van a buscar la utopía a otras tierras, como nuestros abuelos la buscaron en ésta. Pero estamos aquí otra vez, mirando el futuro en puntas de pie, parados sobre un tembladeral, sacudidos por un viento que viene del pasado y no sabemos si nos arrastrará hacia el futuro, o hacia el abismo.